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Fronteras secas, campos vacíos, la crisis migratoria que amenaza el agua y la comida en América del Norte

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    Editorial
  • 31 jul
  • 4 Min. de lectura
Fronteras secas, campos vacíos Revista interAlcaldes

En los campos agrícolas de California, Arizona, Texas y Florida, donde se cultiva más del 60% de las frutas y verduras consumidas en Estados Unidos, la dependencia de trabajadores migrantes —en su mayoría de origen mexicano— es absoluta. Sin embargo, a lo largo de 2024, el endurecimiento de las políticas migratorias en EE.UU. ha desencadenado un efecto dominó que pone en riesgo no solo la seguridad alimentaria, sino también la gestión eficiente del agua en regiones agrícolas altamente vulnerables al cambio climático.


La aprobación de leyes estatales más restrictivas, como la SB1718 en Florida o las políticas de verificación de estatus migratorio en Texas, redujeron significativamente la disponibilidad de trabajadores agrícolas. De acuerdo con el Migration Policy Institute, en 2024 hubo una disminución del 12% en la contratación formal de jornaleros migrantes en EE.UU., una caída que se sintió de manera crítica en los estados agrícolas del suroeste. Este descenso coincidió con una reducción del 9.4% en la producción hortofrutícola nacional, afectando directamente la planificación hídrica, ya que la demanda de agua se vuelve más errática y menos eficiente cuando los ciclos de cosecha se interrumpen.


La agricultura es el sector que más agua consume en EE.UU., representando cerca del 42% del uso total de agua dulce, según el US Geological Survey. La mano de obra migrante no solo siembra y cosecha, sino que también participa en prácticas clave de manejo del riego, conservación del suelo y reducción de desperdicio hídrico. Su ausencia prolongada debilita la implementación de tecnologías como el riego por goteo, sistemas automatizados de monitoreo o la reconversión de cultivos de alto consumo hídrico hacia otros más resilientes. Investigadores de la Universidad de California-Davis alertan que, en zonas como el Valle de San Joaquín, la falta de trabajadores calificados ha forzado a los productores a dejar sin cultivo más de 155,000 hectáreas en 2024, lo que implica un uso ineficiente de infraestructura hídrica ya instalada.


En paralelo, la inversión en tecnología agrícola con enfoque en eficiencia hídrica avanzó en un 17% durante 2024, impulsada por fondos estatales y privados. No obstante, muchos de estos proyectos —como sensores inteligentes de humedad o inteligencia artificial para predicción de riego— dependen de la implementación en campo por parte de trabajadores capacitados, en su mayoría migrantes. Sin una política migratoria coherente que articule visas de trabajo temporales con esquemas de capacitación y retención, dicha tecnología corre el riesgo de subutilizarse o fallar en su implementación, como ya advirtió el Center for Strategic & International Studies en su informe de abril de 2025.

La crisis migratoria que amenaza el agua y la comida en América del Norte Revista interAlcaldes

Además, la presión sobre los sistemas hídricos no solo proviene de la escasez de trabajadores, sino también de fenómenos climáticos extremos como las megasequías, que han aumentado su frecuencia e intensidad. La falta de personal capacitado impide que los agricultores puedan responder de manera oportuna y adaptativa a estas emergencias, reduciendo la capacidad de resiliencia hídrica del sector agrícola. En este sentido, la combinación de migración laboral limitada, falta de tecnología en uso efectivo y crisis climática crea una tormenta perfecta para la agricultura norteamericana.


El panorama es igualmente complejo desde la perspectiva mexicana. Muchos de los migrantes que trabajan en el sector agrícola estadounidense provienen de regiones del Bajío y el sur de México, donde la sequía y la sobreexplotación de acuíferos han reducido la viabilidad del campo local. La migración, en este contexto, no solo representa una búsqueda de mejores oportunidades, sino una estrategia de adaptación climática. A través de las remesas, que alcanzaron los 63,200 millones de dólares en 2024, muchas comunidades mexicanas financian obras de captación de agua, sistemas de riego comunitarios o reconversión agroecológica. Sin embargo, si EE.UU. cierra sus puertas a esta fuerza laboral, también está afectando indirectamente la resiliencia hídrica de cientos de municipios mexicanos.


Hacia 2025, el reto principal será establecer mecanismos bilaterales que integren política migratoria, gestión hídrica y seguridad alimentaria como un mismo ecosistema. El actual enfoque fragmentado —donde migración es tratada como un tema de seguridad, el agua como un problema ambiental y la agricultura como un asunto económico— ha probado ser ineficaz ante los retos complejos del siglo XXI. Estados como California y Nuevo México ya discuten programas piloto de “visas verdes” que vinculen el otorgamiento de estatus temporal a migrantes con formación en prácticas sostenibles de agricultura y manejo de agua.

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México, por su parte, debe reforzar sus canales diplomáticos para no solo defender los derechos de sus connacionales, sino también plantear una narrativa compartida donde los trabajadores agrícolas migrantes sean reconocidos como agentes de sostenibilidad en ambos lados de la frontera. La coordinación entre la Secretaría de Relaciones Exteriores y las Comisiones Estatales del Agua debe ir más allá de la asistencia consular y apostar por alianzas productivas que incluyan a universidades, centros tecnológicos y actores del sector privado agrícola.


En resumen, ignorar la interdependencia entre migración, agua y agricultura es una apuesta costosa para ambas naciones. De continuar la actual inercia, EE.UU. podría enfrentar una crisis alimentaria acompañada de un aumento en los precios y una pérdida de competitividad agrícola. México, por su parte, verá limitada su capacidad de adaptación climática en comunidades rurales. Solo una visión binacional, con voluntad política y compromiso técnico, podrá convertir este desafío en una oportunidad compartida.


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